8 de marzo de 2010

Una caja de Pandora llamada ficción


Lo que puedan enseñarte los demás acaba en sí mismo, lo que aprendes por tu propia cuenta forma parte de ti. Y te será de gran ayuda. Abre los ojos, aguza el oído, haz trabajar la cabeza, descifra el significado de las cosas que te muestra la ciudad. Ya que tienes corazón, sírvete de él mientras puedas. Es lo único que puedo enseñarte.

Desde finales del año pasado he estado trabajando en una especie de novela por entregas; en realidad es más un reportaje ampliado con escenas ficticias que trata de una empresa con ciertas características que la destacan, empezando por la serie de coincidencias que llevaron a su formación. Al principio me costó mucho agarrar el ritmo de escribir cualquier cosa fuera de textos estrictamente periodísticos, pero conforme ha avanzado la historia (estoy trabajando en la tercera y cuarta partes) se me ha vuelto algo inclusive fácil.
Como había puesto acá, leí El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, de Haruki Murakami, y se ha convertido en una prueba más de que los libros llegan cuando uno los necesita. En este libro, recién traducido al español, Murakami repite el esquema ya conocido de un hombre solo que se enamora de una mujer sola, pero tiene otra mujer, también sola, que le hace compañía mientras la primera opción se define; la diferencia con historias que escribió posteriormente, como Tokio Blues o Al sur de la frontera al oeste del sol, es que en esta ocasión Murakami hace uso de elementos de la ciencia ficción para hacer un mensaje más elaborado que en sus demás publicaciones.
La trama del texto es que un 'calculador' anónimo se ve envuelto en una complicada situación científica (un despiadado país de las maravillas) en la que juega un papel primordial, por lo menos para sí mismo: su propio fin del mundo. La idea general es que el calculador genera en su mente algo parecido a un núcleo al cual nadie puede tener acceso más que él mismo a través de una contraseña y un procedimiento que sólo él conoce.
Todo se complica cuando se entera de que llegará el momento en el que el contenido del núcleo se funda con su realidad y la absorba por completo. Durante el proceso, el personaje va experimentando ciertos cambios en su personalidad y en su visión del mundo, por ejemplo, comienza a percatarse de pequeños detalles de su entorno de los cuales no tenía noción (algo parecido a lo que se logra depués de consumir ciertas sustancias en el mundo real) y empieza a conocer mejor lo que está en su mente y a desconocer un poco lo que lo rodea.
Ahora que he estado escribiendo un texto literario, me da la impresión de que eso me está pasando. Cuando se empieza a escribir ficción es como abrir el candado de una caja de Pandora o como lo representa Murakami, el circuito A de nuestra mente se funde con el B, que es ese mundo que existe muy en el fondo de nuestro cerebro y del cual no teníamos conocimiento. Una vez que esto pasa, es imposible volver a poner el candado.

Hubiese querido deshacerme en lágrimas, pero no podía llorar. Era demasiado mayor para hacerlo, había tenido demasiadas experiencias en mi vida. En este mundo existe un tipo de tristeza que no te permite verter lágrimas. Es una de las cosas que no puedes explicar a nadie, y, aunque pudieras, nadie te comprendería. Y esa tristeza, sin cambiar de forma, va acumulándose en silencio en tu corazón como la nieve durante una noche sin viento.

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La equidad es uno de los conceptos que sólo son válidos en un mundo extremadamente limitado. Pero este concepto se extiende a todas las manifestaciones de la vida. Desde los caracoles y los mostradores de las ferreterías hasta la vida matrimonial. Lo abarca todo. Aunque nadie me lo pidiera, aquello era lo único que yo podía dar. En este sentido, la equidad se parece al amor. Lo que uno está dispuesto a dar y lo que te piden son dos cosas distintas. Por eso, precisamente, muchas cosas habían pasado de largo ante mis ojos o, tal vez, por el interior de mi corazón.
Quizá debía arrepentirme de mi vida. Sería otra forma de equidad. Pero yo no podía arrepentirme de nada. Aunque todo hubiera pasado de largo, como el viento, dejándome a mí atrás, porque ahí estaban también mis propias esperanzas y deseos. Y sólo había quedado aquel polvo blanco que flotaba en el interior de mi cabeza.




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