Recorrer miles de tiendas para buscar el atuendo que mi hermana usaría en su graduación me hizo pensar en mi relación con los vestidos. Hasta mis once años (sí, once) mis papás me vestían como muñequita, con puros vestidos, todos floreados, con lazo en la cintura y algunos hasta con babero. Yo los odiaba.
Recuerdo peleas interminables porque yo no quería ponerme ese bonito vestido rojo con un reluciente delantal blanco o por lo mucho que detestaba el increíble pantalón recto con florecitas rosas. Ahora sé que mis papás sólo me salvaban de un eventual desastre en una época en la que predominaban las blusas transparentes y esos horribles pantalones acampanados y deslavados. Casi 14 años después, debo agradecerles que me hayan enseñado a amar los vestidos y las botas (otra historia); y es que sí, su psicología inversa funcionó conmigo.
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