Allí no se reparten bebidas ni platillos. El dueño sirve cebollas, una por persona, para ser peladas. Ir quitando capa por capa, con la ayuda de un cuchillo, hasta que sus ojos cedan y puedan hacer lo que de otra forma no logran: llorar. Algunas veces una segunda ronda es necesaria, pero Schmuh, el dueño, es el único que puede decidirlo.
Al terminar el capítulo, me quedé pensando en las diferentes formas de llorar, y en cómo pelar (o picar) una cebolla realmente nos da una sensación de limpieza en los ojos tras el llanto. También me parece que reunirse para pelar cebollas y llorar, realmente podría ser una buena terapia.
La narración y descripción del lugar, y de lo que ahí sucede, es realmente hermosa. Cómo los clientes logran desahogarse y luego abrir sus sentimientos me conmovió y me hizo pensar en que la única escena de otra gran historia con la que puedo compararla es de El perfume de Patrick Süskind, cuando Grenouille abre el frasco con la escencia y ésta empieza a inundar las fosas nasales de los que presenciaban su juicio para hacerlos entrar en estado de éxtasis. Así de conmovedora. Qué falta nos hace a veces tener una cebolla a la mano.
Lograba lo que el mundo y el sufrimiento de este mundo no lograban: lágrimas redondas y humanas. Allí se lloraba. Allí se lloraba, por fin, de nuevo. Se lloraba con decencia, se lloraba sin reservas, se lloraba abiertamente. Corrían las lágrimas y lo arrastraban todo. Allí caía la lluvia. Allí caía el rocío. Oskar se imaginaba esclusas que se abrían. Diques que se rompían con las grandes inundaciones de la luna llena. [...] Y, tras aquel cataclismo por doce marcos ochenta, hablaba el ser humano que se había desahogado llorando. Titubeando aún, sorprendidos por sus propias palabras desnudas, los clientes del Bodegón de las Cebollas, después de disfrutar de las cebollas, se abandonaban a sus vecinos sobre aquellas cajas incómodas y cubiertas de arpillera, se dejaban preguntar y volver del revés como se da vuelta a un abrigo...
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