Cuando se es niño, lo más importante es ponchar las burbujas, cazarlas, brincar para tratar de alcanzarlas, tocarlas y reventarlas; al crecer, el ser humano comienza a apreciar cosas como esta, de la misma forma que contempla a la luna llena o que percibe el olor del mar, con una sensación en el estómago parecida a las 'mariposas' del enamoramiento. Algo que yo creo que se parece más a un vacío, puede ser que nos falte algo justo donde terminan las costillas y tengamos un hueco que tratamos de llenar con momentos y actividades como recostarnos en la tierra húmeda a mitad del bosque, sentir las primeras gotas de la lluvia en el rostro o meter los pies en las sábanas frías.
Tal vez muchos de nosotros (sé que yo sí) quisiéramos hacer lo de Pep Bou, un barcelonés que se dedica a domar burbujas, que ha estudiado y aprendido a moverlas a su antojo, que las describe como impredecibles y poéticas. Recuerdo que cuando era niña y visité el Papalote Museo del Niño por primera vez, me sorprendió la zona en la que los guías hacían burbujas, envidié a aquellos que tuvieron la oportunidad de que los encerraran en una y desee tener una tina tan grande y aros tan útiles para hacer burbujas de ese tamaño. Si Pep Bou cuando era pequeño imaginó algo parecido, él sí logro hacerlo y por muchos años.




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