El sitio donde se come y se duerme se convierte de forma natural en la propia casa, en la base...", eso dice Banana Yoshimoto en Amrita y es cierto. El otro día, mientras hacía uno de mis clásicos reacomodos de mi recámara a las tres de la mañana, me di cuenta de algo: todo lo que estaba a mi alrededor en ese instante era mío (exceptuando los tiliches de JM), mis sábanas, almohadas, colchas, ropa, cestos, comedor, puffs, platos vasos... todo está conformando mi (nuestro) 'hogar'.
Cuando me mudé de casa de mis papás, hace casi seis meses, no llevaba muebles ni utensilios ni perro; ahora, mi departamento tiene muebles, adornos y un ¿cachorro? que se ha dedicado a redecorar las alfombras, las paredes, nuestro guardarropa y las cosas que hemos ido comprando. En noviembre del año pasado, cuando lloré por horas en el coche de JM, abrazada a mi hermana que me pedía que no me fuera y con mi mamá que no sabía qué decirme, no hubiera pensado que llegaría el momento en el que regresar a 'mi' (nuestra) casa sería lo que más anhelaría todos los días.
No sé cuanto tiempo me toque vivir en este depa, que es rentado, pero me gusta saber que es mi hogar. Esto no implica que de pronto haya dejado de extrañar a mi familia y a Bruno, mi otro perro, pero sí significa que estoy feliz donde vivo y que a los fulanitos (JM y Sebastián) con los que comparto el desayuno y la cena de lunes a viernes, además de los fines de semana completitos, los quiero demasiado.
"No hay lugar como el hogar, no hay lugar como el hogar, no hay lugar como el hogar", decía Dorothy en The Wizard of Oz.
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