22 de enero de 2009

La receta siempre suena fácil



Mis historias siempre han sido largas. Las cosas que tengo que contar necesitan de muchas palabras para ser explicadas, o al menos eso creo. Maldita sea, encajo perfectamente en la descripción del comunicólogo, me gusta hablar de muchas cosas, pero a la vez hablo de nada. Reconozco que no he querido vaciarme por completo en el blog debido a una gran contradicción: me da miedo ser leída por las personas de las que me gustaría hablar. En fin, he decidido que lo intentaré. Encontraré la forma de hablar de las personas, de sus aventuras y de sus sentimientos, sin que sepan de quién hablo.

Me la he pasado releyendo mis cuadernos, libretas, blocs y hojas sueltas, y he llegado a la conclusión de que releer lo escrito hace mucho tiempo te da una sensación rara, de alejamiento de las palabras plasmadas, como si no hubieran sido tus dedos o tus manos quienes las hubieran convertido en letras. Hace poco, en una de mis crisis existenciales, repasé lo que había escrito en la anterior. He de decir que esas palabras describían mejor lo que siento ahora que lo que sentía cuando las escribí.

Recordé un diálogo que mi amigo E. y yo tuvimos hace más de un año:
E.:Y bueno, ¿lo quieres?.
Yo: Sí.
E.: ¿Lo quieres en tu vida?
Yo: Sí.
E.: ¿Puedes hacer algo para cambiar lo que pasó?
Yo: No.
E.:Ni pedo, no tienes otra opción. Perdónalo, pero no olvides lo que hizo. Disfruta los momentos que tengas con él y trata de no involucrarte de más, como siempre haces.


Carajo, ojalá y alguna vez pudiera hacerle caso a los consejos de E.

A pesar de que yo estaba en el drama de mi vida, supo resumirlo en tres palabras y encontrarle una solución que en teoría parece tan fácil como apagar un switch, pero en la práctica es más doloroso que una apendicitis.

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